Estados Unidos tiene una
especie de tradición magnífica en cuanto a la Navidad, y es que, al
contrario que aquí, donde las televisiones se empeñan en que sus
empleados se pongan a cantar y a hacer el gilipollas de mil maneras
diferentes, allí hacen verdaderos especiales con títulos tan
magníficos como “Ozzy Osbourne se come la cabeza del murciélago
de la Navidad”, “Las Navidades sobrias de Amy Whinehouse”, etc.
No, en serio, me gustan esos especiales en los que un tipo con la
cara más estirada que el culo de Jennifer López invita a multitud
de cantantes a su casa ficticia para que canten sus villancicos
preferidos; tiene algo tan rancio y repugnante que llega a atraerme.
Al mismo tiempo que estos shows hogareños, en la televisión se
emiten películas entrañables -nuevamente, no como aquí, que desde
que dejaron de emitir películas religiosas ya sólo hechan películas
de Disney vistas mil veces o en 3D pero de las del chino, con lo que
no se sabe qué es peor- que cuentan la historia de lo que interesa:
Santa Claus, que es el empleado de la Coca-Cola que me va a traer los
regalos, se mete en un lío. Y ésta, precisamente, es una de esas
“entrañables” películas… o casi, porque la perversidad de la
misma podría compararse al personaje de Santa Clavos de
Pesadilla
antes de Navidad o al Santa Claus robótico
de
Futurama.
Haciendo una excepción
poco habitual en mis criticas voy a obviar el 90% de las palabras que
suelo dedicar a la parte técnica y artistica de las películas
porque ésta en concreto tienen más bien nulo interés.
El guión, como cualquiera
se puede imaginar, es básicamente el de una película para niños,
pero con cierta perversidad adúltera, digo adulta de la que habría
que alejar a cualquier niño de la época… y digo de la época
porque ahora juegan a los médicos a los 3 años, los jodíos, que
hay que tener diez ojos para controlarlos.
Durante toda la
película se enlazan las historias a través del canal “
N-I-Ñ-O“,
originalidad al poder en el nombre. Pero ésto es lo de menos, lo de
más son ciertos comentarios de los reporteros que aparecen, tales
como: “
Desde aquí -el
Polo Norte-
sólo se puede ir hacia una
dirección: hacia el Sur. Desde que llegamos aquí sólo podemos
comer comida congelada“. ¡Los dioses del
humor! Chistes como éstos se repiten a lo largo de la película.
El resto de los
diálogos de la película, como cualquiera imaginará, no se quedan
atrás. Por ejemplo, la última frase que pronuncia
Kimar
(
Leonard
Hicks)
y que lo resume todo es la que sigue: “
Gracias,
Santa Claus, por
traer la felicidad a todos los niños de Marte y el espíritu de la
Navidad a todos nosotros“.
A lo que cualquier bienpensante debería responder algo como “Y por
dejar que se acabe la película de una vez.”
Y, como no podía
ser menos, existen varias menciones a los super-mega-avanzados
sistemas marcianos, tales como el
generador
endográfico y las señales del espacio,
componentes, ambos, de la nave marciana y que vienen a ser bombillas
de colores, válvulas y conmutadores de lo más común.
Lejos de los diálogos hay
varias cosas muy destacables:
Como en cualquier pseudopelícula de
pseudociencia-ficción de los 50-60 que se precie, cuando aparece una
nave extraterrestre hay que mandar al ejército para que la destruya
y luego pregunte, pero no a cualquier ejército, no, hay que comprar
imágenes de archivo e intercalarlas en la película aunque no tenga
nada que ver una cosa con la otra. Digo yo que podrían esperar a ver
qué quieren, que igual nos traen la cura contra el cáncer, pero no:
Marciano igual a Malo, Marciano igual a Enemigo, ¡coño, que parece
el KKK pero con los verdes! ¡Que se preparen los de Greenpeace!
El
Santa Claus (John
Call) de esta película es el mismito de los anuncios de Coca-Cola de
la época, lo que dice mucho de lo que hace la publicidad en las
cabezas de la gente. Pero es que, además, yo no sé qué le habría
puesto alguno de esos niños pervertidos en las tradicionales
galletas o en el vaso de leche porque alguien que está siempre tan
contento es más que sospechoso. Ya dicen los psiquiatras que tanta
alegría sólo puede esconder un profundo sentido pesimista de la
vida… Pero es que, además, los malos de la película son más
tontos que los de
Solo en casa,
que ya es decir…
Obviamente -a ésto ya
estamos más que acostumbrados-, los marcianos hablan en perfecto
inglés.
Y, por último, hay un
par de cosas que no cuadran en el taller que le montan los marcianos
a
Santa Claus. La
primera es que la máquina que hace los regalos para los niños tiene
como 200 botones, pero el dispensador de los regalos sólo tiene 6
salidas: pelotas, bates de béisbol, muñecas, trenes, coches y
herramientas… vamos, que no sé para qué diablos están los otros
194 botones, porque da lo mismo. Y la otra cosa que no cuadra -como
si algo cuadrase aqui- es cuando los marcianos malos sabotean las
máquinas del taller de
Santa
y éste manda a uno de los niños a por pintura roja para arreglarlo…
¡Así que no tiréis los aparatos eléctricos, pedid un bote de
pintura en vuestra tienda habitual y todo volverá a funcionar!
Pero el puntazo de la
película deviene del aspecto visual de la misma; es tan sumamente
absurda que merece no uno, sino dos especiales Bricomanía. Aunque,
antes de ponernos el traje de bricoladores, comentaré algunas de las
mágicas cosas que suceden.
Los efectos especiales
son nulos excepto por la escena de desaparición del anciano
Chochem
(Carl Don), que consiste en el típico Ahora estoy – ahora le
prendo fuego a un puñado de pólvora para que salga mucho humo –
y, ¡oh!, he desaparecido.
La nave marciana es la maqueta de un
satélite salchichero que bien podría haber creado
Bubu
con las migas de los panes robados a los
alegres campistas del Parque Yellowstone dándole después una capa
de pintura plateada. Y el interior, como he dicho, tendrá los
nombres que quiera, pero es un conjunto de botoncicos y válvulas mal
puestas.
Lo del oso polar no tiene nombre. Una cosa es que alguien
se ponga un disfraz y haga el tonto, pero que lo haga con gracia, por
Dios, que si ya queda mal ver a alguien disfrazado de oso polar,
queda peor ver cómo está de rodillas, que debe de ser el primer oso
polar que veo andar de rodillas…
Cuando vi las armas pensé en
que eran un secador de mano pintado o una cámara de Super-8 con
añadidos, pero no, eran juguetes reales que se vendían en la época
antes de la película.
Y, claro, entre tanto despropósito, no es
que pueda resaltar mucho el hecho de la calidad de los decorados
-porque todas las localizaciones son decorados de estudio- que dan
lugar a cosas tan absurdas como que los niños permanezcan con una
“rebequita” en lo que se supone que es el Polo Norte…
Las películas para niños
es lo que tienen: que los adultos se piensan que los niños son
tontos y de tontos no tienen un pelo. Entonces me pregunto ¿por qué
a los niños les gustan estas películas? Pues está claro: porque a
cualquier niño le gusta ver como una panda de adultos hace el
idiota… Visto desde esa perspectiva, bueno, puede tener su gracia.
Así que si tienes un rato esta navidades te la recomiendo para pasar
el rato.
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